Avergonzada
por haber dejado pasar la oportunidad de publicar estar entrada antes, alegaré
en mi defensa que la universidad resulta terrible para quienes desean un tiempo
libre. En fin, no pienso rellenar con excusas estas líneas. Tras leer el libro
para el reto de Junio y la entrada de Esther, es mi turno de comentar qué tipo
de impresiones me generó la novela de Philip K. Dick.
Empezaré
diciendo que es una novela caótica donde los espacios no están delimitados,
donde la duda siempre presenta llega a colocarte en un estado de desesperación
extrema. Sufrí el libro y por ello debo darle gracias al autor. La estrecha
relación entre el humano y el androide, el creador y el creado, se quiebra para
abrirnos un sinfín de posibilidades; y al final es difícil responder la
pregunta: ¿Realmente somos los humanos los creadores y los androides los creados?
¿Qué especie modela y qué especie se subordina? A mi manera de ver, es esta la
verdadera incógnita de la historia.
Aunque
la obra de Philip K. Dick resulta un poco extraña por la peculiar narrativa que
emplea y las escenas que se van desarrollando progresivamente, es
verdaderamente fascinante darnos cuenta cómo el hombre, que en todas sus
versiones se ha considerado perfecto, llega al punto de desconocer qué es lo
que lo separa de un androide. Por un lado, tienen los droides ojos, boca,
orejas… y un cerebro construido con circuitos, cables y demás; por el otro,
tienen los humanos ojos, boca, orejas… y un cerebro que desconoce por completo.
¿Cuál
es la verdadera diferencia? ¿La materia? ¿El espíritu? ¿Ambos?
La
verdadera diferencia entre androides y humanos no se remite al cuerpo, al alma
o a ambos; se remite al hecho de que ellos se conocen, se aceptan, se adaptan
mientras que el hombre vive atascado en la inseguridad de no saber de dónde
viene, qué es lo que hace y a dónde irá a parar. ¿No trata la Ciencia ficción
de mostrarnos esto?
La
posibilidad de que en algún momento de la historia no podamos encontrarnos en
un espacio dominado por la tecnología puede ser terrorífico, pero tan probable
que acabamos resignándonos a la idea; nos resignamos porque tenemos muy claro
que, a pesar de considerarnos los creadores de lo creado, es lo que creamos lo
que acaba por definirnos y controlarnos. Y es que hay que tener algo claro: un
ser tan perfecto como el hombre solo puede crear algo mejor, ¿no es siempre lo
mejor lo que acaba por dirigir todo lo demás?
El
orgullo que produce la idea de ser dioses eclipsa el miedo de que algún día
nuestras invenciones logren superarnos. No es un problema de qué tan androide
sea el humano o qué tan humano sea el androide; sino que acostumbrados a
mimetizarnos con la tecnología, empezamos a perder la identidad de nosotros
mismos que será aprovechada por esa tecnología que, desesperada en su forma,
intenta mimetizar a su vez al ser humano.
No
es de extrañar, entonces, que los androides acaben soñando con ovejas
eléctricas.
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