Había
tardado demasiado en escribir esta entrada planificada para hacía milenios,
pero por fin pude sentarme a elaborarla. En realidad, no sabía cómo comenzar y
tuve que leer y releer las publicaciones de Esther y Julio sobre el tema para
poder “inspirarme”. En lo particular, soy de esas odiosas personas que
resguardan cuidadosamente los clásicos porque… ¡Bendito sea Dios! Para
mí no hay nada mejor que un clásico. Lo que viene a preguntarme, ¿Esas
trilogías y sagas dedicadas al público juvenil serán considerados clásicos
algún día? ¿Logran ingresar a ese delicado espacio que compone la literatura? Hace
un par de días decía Rodrigo Fresán algo muy cierto y nada evidente: Está en
crisis el best-seller, no la literatura.
Dicho
esto, creo que el problema está originado en que todos creen, de forma errónea,
que cualquier libro que presenta una historia interesante ampliamente
recomendado por las masas y los mercados es considerado literatura. Y no, no es
así. Literatura requiere mucho más que una simple trama, lo decía en mi anterior
entrada, y es que cada palabra debe arrastrar tras sí un mundo imaginario arrancado
de la realidad para arrasar con tendencias, pensamientos y convenciones. La
palabra es la madre de la literatura y no todos tienen el poder de aclamarla y
hacerla suya.
Realmente
me cuesta creer que alguien pueda leer porque el grupo donde se desenvuelve lo
hace también. Leer requiere más que buscar la permanencia en una “secta” o una
tendencia social; leer, de verdad-verdad, implica una paciencia infinita y una
sed enferma del saber. Y disfrutar con lo que se lee es como la cereza del
pastel, tremendamente delicioso y placentero. La lectura es una droga, es capaz
de comportarse como un alucinógeno, pero no es de las baratas ni cabe en la
boca de todo el mundo. ¿No decían antiguamente que la literatura es de la
élite?
Claramente,
no podemos pretender que todo texto literario se comporte como los versos de
Homero, Virgilio o Dante. Todos necesitamos un respiro en algún momento de nuestra
carrera literaria, especialmente los más jóvenes que apenas aprenden a leer y
en la escuela pretenden que hagan un análisis sobre los cuentos de Quiroga
(hablo desde una experiencia propia). Y es allí donde creo que, antiguamente y
no sé en qué momento, comenzaron a crearse los fenómenos juveniles que hoy
convergen en puntos comunes y repetitivos. No voy a decir que sagas como Harry Potter, Crepúsculo, Divergente o Los Juegos del Hambre son bloques
insustanciales que deben quemarse (si lo digo, doy autorización de que me
corten la lengua), pero voy a ser franca y decir que no hay que encasillarlos
en el mismo espacio con otras obras cuya trascendencia va más allá de la
historia.
Así
como El Principito es bueno para
iniciarse en la literatura, creo que
hay libros que son buenos para iniciarse en la lectura. No, señores, no es lo mismo. Crear el hábito de leer es
difícil, mucho más si en la escuela colocan ejemplares de Poe, Rómulo Gallegos y Cervantes.
Hay que dar por hecho que son muy pocos los que aprecian las enseñanzas que
estos textos dan en primaria y bachillerato; el resto, solo logra cogerle un
odio ferviente a la literatura. Sin embargo, cuando tenemos libros como los de
Rowling, Meyer o Suzanne Collins, leer se vuelve un paseo; leer se vuelve
divertido, agradable, emocionante.
Más
que ser una tendencia social, creo que es una nueva manera de forjar un hábito
importante. No discrimino la lectura juvenil, pero considero que ese género
nuevo y extraño llamado literatura juvenil no acobija a cuanto libro de triángulos
amorosos y mundos apocalípticos salga al mercado. Llegando a este punto, creo
que hay sagas que son buenas y otras que son malas no por la historia que
cuentan sino por cómo la abordan; tramas que pueden dar mucho más de lo que dan
por ser embadurnadas con retoques amorosos y absurdos para agradar a un público
que busca, únicamente, dejarse llevar por la fantasía.
Esta
lectura por moda, como titulamos el tema a tratar, tiene sus puntos fuertes y
débiles: es un camino mucho más acertado que el de los clásicos para encaminar
a los jóvenes al paraíso idílico de la literatura, pero encerrada en patrones
repetitivos y mundanos produce un efecto confuso en quienes la abrazan, que
después de devorar las cientos de páginas que componen las sagas no saben qué
hacer a continuación y ni siquiera piensan en probar a Vargas Llosa, a las
hermanas Brontë o autores poco conocidos y afamados.
Una
cosa es disfrutar la lectura y otra amar la literatura. Ambas pueden ir tomadas
de la mano en algunos caso, felizmente enamoradas, y en otros son palabras que
al descubrirse la una a la otra, entendiendo lo diferentes que son, deciden divorciarse
sin tregua. La lectura puede ser transmitida por el colectivo, por los que nos
rodean y aconsejan, pero está en nosotros decidir qué haremos con eso:
convertirlo en un simple hobby o convertirnos en su amante ideal.
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